A veces me siento perdido en las líneas de mis manos, no puedo soportar la idea de caer rendido por mi propia conciencia.
A veces siento demasiado el frío de las ausencias, el discreto impacto de la memoria, el sabor amargo de las despedidas.
A veces, la persistencia de la memoria, es la que me recuerda lo efímero del tiempo.
Cuánto duele sonreír sin desearlo, por recuerdos que ahora, deseas odiar.
Desangrar las venas de letras que no llegarán a ser susurros de otra voz, caricias en otras manos.
Estar lleno de vacío te convierte en nada, y la nada no es nadie, y nadie nunca cuenta.
Y mientras, cuento los segundos que he perdido mientras duermo con tu ausencia, mientras sueño con soñar contigo, mientras pienso en pensar en ti, mientras muero por morir entre suspiros.
Suspiros que se escapan entre hojas de papel desgarradas, entre negativos de fotos por hacer, entre noches con secretos sin contar.
La historia se repite, y el apuntador ha decidido abandonar. Este teatro se cae a pedazos, a quién mierda le importa esta puesta en escena, este telón a medio cerrar, este aforo siempre incompleto, estos focos que ya no iluminan mi presencia. Siempre fueron las butacas manchadas de vacío, las que interpretaron mejor el papel de espectador.
Y qué soy yo si no un espectador más.
Pero he perdido la inocencia. Ya no me apasionan las noches de cine de verano contando estrellas, ni el cinismo estacional de los estrellados.
Ahora tan solo soy lo que queda, lo que quiso dejar, lo que no le cupo en la maleta para su viaje al país del nunca jamás, el verdadero, el que mató a la conciencia infantil, a la inocente responsabilidad inexistente, a la ilusión eterna por sonreír, por compartir, por desvivirse. Ese país del nunca jamás, donde nunca jamás cogerá billete de vuelta.
Mientras tanto, sigo improvisando adoquines que pisar, caminos por recomponer, pasos hacia atrás que me lleven al principio, para intentar descubrir el mismo error de todos los comienzos, el mismo desvío hacia todos los finales.
He acabado por odiarme y darme asco. He acabado por odiar mi pelo y mis ojos, la longitud de mis pestañas, la forma de mi nariz, la curvatura de mis labios, la imperfección de mis dientes.
He acabado por odiar la silueta de mi cuerpo, la forma de mis dedos, la bajante de mis odios.
He acabado por odiar mis dieciocho cicatrices, la tinta en mi piel, cada una de mis perforaciones.
He acabado por odiar mis propios órganos sexuales, asqueándome al verlos, por también recordarme a su interior, dentro de donde yo estuve.
Pero al fin y al cabo, asumo el odio. Es imposible que fuera ella a quien odie, y alguien debía cargarse la culpa a las espaldas.
Y ya sabes, soy un maestro encajando golpes, hasta deformarme el rostro del alma por completo.
Pasé más de media vida intentando construir castillos de arena, intentando cazar fantasmas, intentando pescar sirenas con las que naufragué en su locura.
Ahora no quedan mares ni atardeceres, ahora solo quedan noches en los que destrozo mi cuerpo contra la pared. Pared teñida de rojo. Sangre teñida de olvido.
No soporto la idea de volver a ser el caballero de la armadura oxidada, ya sin ganas por (des)andar el sendero de la verdad, hace tanto intransitado. Hace tanto intransitable.
Entra en el salón de mi inconsciencia, siéntate junto al fuego, sírvete una copa de buen vino y cárgate de tabaco rubio. Aquí los inviernos duran demasiado, y mi historia no es fácil de contar.
No, las historias no son fáciles de contar cuando solo escuchan mis espejos.
¿A quién coño le importa lo que pase en tu vida? Te engañas, y consigues dejarte engañar. Y fingirá que le apasionan tus letras, y gritará que le enamoran tus susurros, y te jurará que aprecia lo que ve en los surcos de tu espalda, en las líneas de tus dibujos, en el futuro de tus manos.
Un día quiero pegar fuego a todo lo que recuerdo, y al siguiente, necesito ser yo quien arda al olvidar.
Pero nunca llega. Nunca llego.
Y mientras tanto, seguiré mirando atrás en las estaciones. A veces me parece escuchar mi nombre en el siempre ajeno griterío del hasta pronto.
Pero los cristales de aquellos trenes que me llevan siempre al mismo lugar, imponentes, egoístas, solo otorgan mi reflejo.
Ya no quiero cielos reflejados en mi Mar, ni tu sombra diluyendose en la sal de mis recuerdos.